martes, 8 de noviembre de 2011

RADIOGRAFIA DE UN SUEÑO(Segunda crónica anunciada de un viaje a Petén)

RADIOGRAFIA DE UN SUEÑO











El sol de la tarde se pegaba a mi cara, la acariciaba suavemente mientras el sudor se dejaba venir de manera incansable y a veces hasta insoportable. 


Pero, frente a mí, descubrí una  huella de Dios que, seguramente, se llenó con sus lágrimas y  parecía dormir como felino agazapado, ronroneando cada vez que las blancas garzas posaban las larguiruchas patas en su superficie, pintada de un extraño verde, seguramente el mismo verde que embrujó a Virgilio Rodríguez Macal.


Cuando volteé la  vista, René me observaba con una mueca de satisfacción y una sonrisa que gritaba a todo pulmón -¡Ya viste, te lo dije!.-

A partir de ese momento iba a empezar a vivir los cuatro meses más hermosos de mi vida.

Caminamos unos cuantos metros hasta llegar a un embarcadero donde varios hombres dormitaban plácidamente dentro de unas simpáticas lanchas al tiempo que  éstas eran mecidas por un rutinario y pequeño oleaje que no se cansaba de ir y venir.


El calor era cada vez más abrasador y la mochila parecía cargar mis pecados conforme nos acercábamos
a los lancheros, quienes al ver a René lanzaron varias exclamaciones de alegría y treinta o cuarenta tapotas que denotaban el cariño que sentían por mi compañero.

Entre afectuosos saludos y campechanas carcajadas René me presentó ante aquellos rudos, pero a la vez, amables lancheros que me miraban como animal raro, que acaso no comprendían del todo cómo un patojo pudiera llevar el pelo tan largo,  en esa época me podía dar tales lujos, apelando, me imagino, al proverbial machismo de entonces.

Por fortuna, Arana ya no estaba en el poder y muchos, entre ellos yo, manifestábamos  de esa manera nuestra natural rebeldía de juventud.

El hambre ya me estrangulaba el estómago, pues desde la salida de Poptún no habíamos probado bocado, aunque a René parecía no importarle y continuaba risa y risa con aquellos desarrapados marineros de agua dulce. Por fin, un lacónico -subite pues- me indicó que el almuerzo, que a esa hora hubiese sido refacción, tendría que esperar un poco más.

A pesar de todo, yo no comprendía a cabalidad el sentido de dicha frase; ¿ subirme a dónde?, ¿ pretendía acaso mi amigo que yo me encaramara a uno de esos destartalados artefactos, que ellos, coloquialmente, llamaban lanchas?, ¡estaba loco!...



El agua fría de aquel hermoso lago de Petén Itzá salpicaba sobre mi torso, refrescándome del calor infernal que hacía en todo el perímetro de la isla de Flores.A medida que la lancha avanzaba dando brincos sobre el ahora cristalino lago, empecé a notar una sonrisa burlona en el rostro del lanchero, un individuo de baja estatura, de mediana edad y sin dos dientes  en el maxilar superior, que me observaba detenidamente en actitud de esperar algo.

René también continuaba sonriendo y movía nerviosamente su cabeza, haciéndome gestos extraños con los ojos.


El ruido del motor de la lancha era lo único que podía escucharse en aquel instante y ocasionalmente podía advertirse el golpe seco del maderamen chocando contra el espejo acuático que surcaba imperturbable.

Entonces decidí romper el hielo comunicativo en que nos hallábamos y pregunté a René algo que debía haber cuestionado desde mucho tiempo antes y casi sin querer escupí un ¿ a dónde diablos vamos?, pregunta  que hizo desternillarse de la risa  a mi perverso amigo.


Es cuestión de aclarar esto, ya que yo suponía que nuestra travesía finalizaba en Flores, cosa que, obviamente, no era así. - ¿Qué?... ¿este mafioso no le dijo pa´onde iban?, ve que de al pelo sos vos René-, dijo el lanchero, acompañando su observación con una sacudida de cabeza que denotaba admiración.

René no contesto inmediatamente, primero se ocupó en rascarse la mollera, metió la mano en el agua y al sacarla  hizo un dibujito en el asentadero donde iba recostado.

-¿ No te dije?... ¡hijuela!... se me olvidó, pero no te preocupés, ya vas a ver que no te vas a arrepentir-, me espetó.

Cuánta razón tenía. El caso es que yo estaba preocupado y se lo hice saber a René,  porque no me había comunicado a la casa avisando que llegábamos sin novedad, tomando en consideración que mis viejos suponían que el viaje lo habíamos realizado en avión.

Rápidamente el lanchero inquirió con una severa mirada a mi  amigo y éste le contó con lujo de detalles nuestra osada aventura. - ¡PUTA! exclamó el hombrecillo cuando René terminó de contar lo sucedido, añadiendo a continuación... -si tu papá se entera, te mata, pobre don Andrés..., le hacés cada avería...-.

-De eso no tengás pena- dijo René- ya tengo preparado todo el pastel y volvió sonreír cínicamente.

No sé cuánto duró el viaje, embebido como estaba con la belleza de aquel lago, no advertí cuando la lancha se colocó junto a un viejo muelle que , al igual que los lancheros, también parecía dormitar y sólo se sobresaltaba cuando las aguas del lago decidían darle un baño a las carcomidas tablas  que lo formaban.


René no dejaba de sorprenderme. Ante mis ojos,  Dios había dibujado un hermoso pueblito, cuyas casas se esforzaban por mostrar a propios y extraños los más variopintos colores y se cubrían el ceño con techos de lámina oxidada hasta el cansancio o con descoloridas hojas de palma que apenas eran molestadas por una tenue brisa.

-¡Bajate pué!- fue la lacónica expresión de René, que continuaba con esa sonrisa cínica ya adosada a su cara. Yo titubeé un momento y con la mirada le preguntaba a mi díscolo amigo si había que pagar el viaje.


No cabe duda que más sabe el diablo por viejo, que por diablo. -Nuay que pagar naá, es cortesía de la casa- dijo René lanzando una carcajada, al mismo tiempo que  abrazaba con respeto al viejo lanchero, quien se tomaba el ala de una gorra roja adornada con el emblema de los Cardenales de San Luis  y asentía resignado ante  las palabras de semejante malandrín.

A mis espaldas resonó el motor descompasado de la lancha que se alejaba a toda prisa hiriendo con su proa el corazón verde esmeralda de la tarde.


-Bueno, llegamos...- dijo René en un tono que me pareció de alivio, mientras me instaba a tomar la mochila y seguirlo.- Aquí vivo, mirá..., éste es San Andrés y aquella es mi casa- me indicó, señalando con su indice una casa de adobe pintada de color verde y que tenía una galera laminada es su parte posterior.

Caminamos unos cuantos pasos y llegamos a la puerta, René tocó con fuerza y al momento una señora menuda  nos invitó a pasar. De más está decir que aquella amable señora era la mamá de René; como obligado estoy a indicar que me trató como a un hijo durante el tiempo que conviví con ella y el resto de la familia.


- Menos mal que llegaron sin novedad, ya le avisé a su mamá, pero quiere que de todas maneras la llame- dijo, conforme me invitaba a pasar a la sala y con su mano me hacía señas de que me sentara.- No crea... si nosotros también estábamos con pendiente, menos mal, diga... que este loco le pidió a mi suegro que nos avisara y de paso nos dio el número de su casa, para llamar a su mamá...-

A punto estuve de despescuezar a René si no fuera porque en aquel preciso momento  entró un señorón de mediana estatura, de cabello cano e igual de menudo que la mamá de mi especial amigo(debo ofrecer disculpas, pero mi  memoria  me ha jugado una mala pasada y no logro recordar los nombres de la mayoría de las personas con las que conviví en ese tiempo, por lo cual me veo obligado a utilizar pronombres o referencias indirectas) y quién, a la sazón, resultó ser el padre de Rene, amén de que también era tocayo del pintoresco pueblito a donde llegamos.

Poco a poco conocí a toda la familia, una hermana mayor con dos hijos, que como cosa rara no eran en lo absoluto traviesos, otra hermana soltera, menor que René y, finalmente, al hermano más pequeño, que, en esa época, era adolescente.

René no quiso que comiéramos nada; llamó a gritos a su hermano pequeño, que en adelante será nombrado como El Tacua, (en referencia a un mamífero petenero, de larga nariz y deliciosa carne, llamado tacuazín por los lugareños) para que lo ayudara a sacar una pulcra lancha de metal pintada con el color verde del Ejército Nacional.

-Sacá tu calzoneta- me conminó René, que se aproximaba con unas toallas sobre el hombro, seguido  muy de cerca  por el Tacua que trataba desesperadamente de cerrar un maletín pequeño, el cual estaba casi a punto de reventar.

III

Entre los tres arrastramos la lancha hasta el muelle y la depositamos suavemente sobre las aguas del lago, que para entonces agitaba su superficie como tratando de desperezarse.

-¡Puchis vos Tacua... dejamos el motor! aulló con alegría René, que ya se había subido a la lancha y me invitaba a hacer lo mismo.

Más me tardé en poner un pie dentro de la nave, que el Tacua regresar disparado cargando un motor Evinrude blanco con filetes rojos y azules, que fue colocado con presteza. Entonces René, adoptando un aire serio, como cuando daba sus prácticas de magisterio, empezó a enseñarme el teje y maneje  de la navegación.


La lancha avanzaba lentamente, yo me tendí como pude  y con los ojos muy abiertos empecé a dibujar recuerdos sobre el vientre azul del cielo, una paz increíble me invadía y poco a poco un sopor se apoderó de mí. A pesar de que no habíamos comido aún, ya no me interesaba probar bocado, habría tiempo para eso cuando regresáramos al pueblo.

Lo que me preocupaba era el hecho de que René no podía disimular esa sonrisa que había adoptado cuando arribamos a la isla de Flores. Sabía que estaba tramando algo, pero no podía descifrar qué.

La respuesta no tardó en llegar. René detuvo la lancha y nos urgió a que nos pusiéramos los trajes de baño de la manera más discreta posible; sin nada que perder el Tacua y yo obedecimos al instante. Ahora la brisa del lago copulaba con mi torso desnudo refrescando en algo el intenso calor que, a pesar de la hora, todavía  se enseñoreaba en el ambiente.



Frente a nosotros  aparecieron unas pequeñas isletas rebosantes de vegetación y en la más grande de ellas unas muchachas semidesnudas reían con desparpajo y retozaban en la orilla. ¿ Por qué ya no me sorprendía nada...?

-¡Muchá, tírense al agua en lo que yo atraco la lancha!- gritó René. Sus deseos fueron cumplidos  de inmediato...

Me sumergí cuanto pude y al rededor mío unos peces marrones  jugaban desconecta, tal era su acción de llegar y devolverse con una rapidez pasmosa; no hice menos que sonreírme y empecé a emerger hacia la superficie. Cuando llegué a ésta observé como René se encontraba platicando con las muchachas y actuaba con ellas como si las conociera de toda la vida.

Nadé como chucho hasta alcanzar la orilla y me dirigí hacia el grupo, que me recibió muy jovial. No hubo necesidad de presentaciones, la alegría de aquellas cinco muchachas, que frisaban los veintitantos años, no requería de convencionalismos sociales, aunque no pude escaparme del usual interrogatorio a que es sometido cualquier extraño, así los ¿de dónde venís?, ¿qué hacés? se descolgaban de las ya no virginales bocas de las jóvenes mujeres como frutos de la vid en corte romana.

El tiempo se dio tiempo, la prisa no existía, sin embargo el ocaso empezaba a tender su manto sobre la bóveda celeste y , luego de darnos varios chapuzones, decidimos despedirnos y emprender el viaje de regreso.

Fiel a su estilo, René se encaramó en la lancha y le hizo señas a Tacua de que se pusiera junto a él.

 Comprendí que debía poner en práctica los conocimientos que  previamente había recibido sobre la conducción naval y, con cierto temor, me senté al lado del motor, halé la cuerda y tímidamente empecé a navegar.

No anduvo tan perdido Colón en sus viajes, como yo en esta pequeña travesía. En mi pueril concepción de los puntos cardinales, en aquellos momentos el norte significaba lo mismo que el sur y el oriente no se diferenciaba en lo absoluto del occidente; yo simplemente iba para adelante...


El lago se veía inmenso, ni islas, ni playas, solo agua y las garzas; el cielo empezaba a adquirir un tono anaranjado y el sol bostezaba a cada momento conforme iba poniéndose. René tenía la cara roja de tanto contenerse para no soltar una risotada y Tacua jugaba a crear círculos en el agua con su dedo, parecía que estaba en otra dimensión y no le preocupaba en lo absoluto que me hubiese perdido, al contrario, casi podría jurar que disfrutaba la aventura... bueno, para mí era aventura, para ellos, una simple mulada.

Pasaron, sin duda, unos pocos minutos,pero yo los  sentí una eternidad. René se aproximó al motor y con un gesto severo vociferó un -¡quitate!, conforme enderezaba el rumbo de la lancha y nos dirigíamos , ahora sí, a puerto seguro.

A pesar de mi fracaso como navegante, no me sentía ni un ápice avergonzado o desanimado. Conozco mis limitaciones y sé que la cartografía no me sienta bien; es más, acostumbro perderme aún en tierra firme y para evitar esto, empiezo a observar detalles del recorrido, un rótulo por aquí, una casa por allá, un poste acuyá. En fin, a medida que avanzábamos yo iba tratando de memorizar las  formas de las isletas, algún punto en la ribera que me orientara o algo en especial que, ¡ojalá!, no se moviera de donde lo había visto o me llevaba la ch...

IV

Del cielo se desprendió una catarata de negrura que cubrió las aguas del lago y apenas si podía distinguirse la silueta del viejo muelle recortada como una sombra chinesca. Poco a poco se fueron encendiendo las luces de las casas y el pueblo adoptaba un aspecto encantador, aunque el calor no menguaba en lo absoluto.




Parecía que Rene no iba a permitirme comer ese día. En cuanto regresamos, me apresuró a que me cambiara para  -ir a dar un vueltón- según sus propias palabras y que, ya en esas circunstancias, no podría explicar lo que significaba.

La mamá de René nos miraba con una leve sonrisa aleteando en sus labios y cada treinta segundos lanzaba un enternecedor suspiro, hecho que me hacía estremecer ya que me imaginaba como un cordero en las fauces del lobo.

Sin embargo, dice un sabio refrán popular que, lugar donde fueres haz lo que vieres y decidí no preocuparme más, al fin y al cabo no iba en misión diplomática o cosa por el estilo, para que me pusiera en angustias vanas.

Lentamente subimos la empinada cuesta  que nos conduciría a la otra parte plana del pueblo y donde se ubicaba el parque, la municipalidad y , próximo a ellos, el salón comunal. Nos sentamos en una de las bancas perimetrales y eso fue motivo suficiente para que una horda de mosquitos se nos echara encima sin piedad...



Exasperado mi amigo por la indeseable visita y cansado de lanzar manotazos al aire, tratando en vano de ahuyentar a los mosquitos, se levantó, oteó el aire y se rascó la cabeza.

-Venite- me dijo René, que ya había empezado a caminar. Apresuré el paso y lo alcancé en el preciso instante en el que mi amigo cruzaba el umbral de un restaurante, cuyo ambiente era amplio, aunque con pocas mesas. Frente a la entrada había un mostrador  y un dependiente se entretenía en mover un periódico a manera de abanico, con tanta pereza lo hacía, que daba la impresión de actuar en cámara lenta..

-Te apareciste, vos- masculló el cansado dependiente, intentando ponerse de pie para darle la mano a René. Este dio unas palmaditas en el hombro de aquél y le habló en voz baja. El  hombre sonrió, dio unas palmadas en el mostrador  y alzando pesadamente el brazo , extendió su mano e indicó con sus dedos el número dos, mientras agachaba la cabeza como señal de agotamiento.

Yo observaba todo aquello con los brazos cruzados y sin prestarle mucha atención al asunto. René me tomó del brazo y sentenció - no vayás a andar con babosadas, aquí nadie te mira y con mis papás no hay clavo-.

Nos sentamos en una mesa que quedaba muy cerca de la puerta por donde habíamos ingresado y, de repente, la inconfundible voz de Sandro, el cantante argentino, se dejó escuchar. -Eso es para que te sintás en ambiente, ya que te gustan tanto estas viejadas-  me espetó ladinamente mi querido amigo, tosió varias veces y alzando la vista me pidió que fuera a la casa y llevara de vuelta el disco de los Joao de México, que acababa de comprar.

No me pesaba el hacerlo y salí más corriendo que andando, bien, de hecho iba corriendo...

Sentí un dolor agudo en mi pantorilla y al voltear a ver, descubrí  a un chucho famélico que se aferraba con colmillos y dientes a mi pierna; lancé una patada que sonó a pisto en las evidentes costillas del animal, que salió disparado aullando, so pena de ser alcanzado por una tremenda piedra que le tiré y que por poco no da en el blanco.

Entré a la casa sin hacer ruido, tomé el disco, pero esta vez regresé caminando; por un lado, por precaución y por el otro, porque el camote se me estaba hinchando y me resultaba dificultoso el caminar.




-Y, ahora, ¿ qué te pasó?- me preguntó René, que vio como cojeaba al andar; le enseñé la mordedura  y santo remedio para que se pusiera a reír sin poder contenerse. El muchacho del restaurante, muy amablemente, se acercó, tomó mi pierna ensangrentada y sin decir ¡agua va!, me dejó caer un chorro de limón sobre la herida. Demás está decir que no tuve más remedio que tragarme todas las malas palabras habidas y por haber que, en ese momento, se apresuraban a salir de mi bocota, pero la educación hizo que me contuviera y me conformara sólo con pensarlas.

-Ya va a ver- me dijo el muchacho, - con el jugo de limón son cuentos, al chilazo le va a secar ¡aivaver!-

René le pidió al servicial dependiente que pusiera su disco y yo me fuí a sentar para aliviar en algo el dolor que sentía. Ya, en la mesa, dos espumosas y frías cervezas esperaban a ser disfrutadas y, aunque no era muy adicto que digamos al alcohol,  me reempujé la mía sin chistar palabra.  Creo, al final de las cansadas, que era un justo premio para todo el maremágnum de sucesos y la odisea que me había tocado en suerte vivir hasta ese momento.

Unas boquitas de Tor Trix acompañaron a la segunda y última tanda de cerveza  que pedimos, aunque esta vez si fue platicadita, pues ya no había prisa y el dolor se me había calmado.

Un desgastado reloj de pared mataba el tiempo tejiendo minutos y cuando faltaba un cuarto para las diez de la noche, el dependiente le indicó a René que ya debía cerrar, -recordate- balbuceó,- que a las diez quitan la luz y con esta oscurana, no se ve naá-...

Muy efusivamente, le dí las gracias a aquel desconocido que se encargó de reparar mi camote herido a lo salvaje, pero eso sí, de una manera sumamente efectiva.

De regreso a casa, René empezó a contarme acerca del lugar donde estuvimos, sus dueños y otros datos que, a ciencia cierta, no recuerdo. Cuando llegamos a la puerta, el Tacua nos esperaba con dos guitarras recostadas sobre la pared y se encontraba  acompañado de otros cuatro muchachos a quienes fui cortésmente presentado.

Olvidé decir que René era un consumado guitarrista, o quizás debería decir que era un músico polifacético, ya que domina la ejecución de varios instrumentos musicales de manera más que aceptable y, por lo visto, su hermano no se quedaba atrás.Motivados, entonces, entre bromas y chascarrillos, nos dirigimos hacia el muelle, que parecía no respirar, tal era la tranquilidad que reinaba en su entorno.

Como por arte de magia, en un instante la obscuridad tendió su mano de nuevo para cubrir cada rincón de aquel pueblito que se aprestaba a dormir forcivoluntariamente. René se acomodó en la orilla del muelle, el Tacua se colocó tras de él y los demás nos sentamos haciendo un semicírculo alrededor de ellos.

Pronto, las cuerdas de las guitarras lanzaban sus voces melódicas que se echaban a volar y desaparecían atrapadas por la negrura de la noche. Canciones iban y venían hasta que un - bueno muchá- interrumpió aquella hermosa serenata dada a las aguas del somnoliento lago y, casi de puntillas para no despertar a las estrellas, nos despedimos prometiéndonos reunirnos al día siguiente a la misma hora y por el mismo canal.

Con mucha diligencia, la mamá de René nos acomodó, en la pequeña sala de la casa, dos catres donde, por fin, descansaríamos un poco.El Tacua se dirigió a su cuarto, mientras René y yo nos desparramábamos cuán largos éramos sobre nuestros respectivos lechos, sin ánimos de siquiera desvestirnos.

V

El intenso calor  me despertó, vi mi sencillo reloj de pulsera, el cual indicaba que ya eran las nueve y media de la  mañana, me incorporé como pude y eché un vistazo al catre donde se suponía, dormía René. Cual no sería mi sorpresa al darme cuenta que ni mi amigo, ni el catre se encontraban ya...



Escuché voces que provenían del fondo de la casa, entonces decidí levantarme y tímidamente me encaminé hacia el lugar  donde se oía el murmullo. Cabalmente, en la parte posterior, la que estaba construida de lámina, se hallaba el resto de la familia de René, con la clara excepción de éste y la de su papá.

-Pase, siéntese, ¿quiere desayunar ahorita, o se baña primero?, me decía la mamá de René, al tiempo que halaba una silla y la colocaba frente a una destartalada mesita que se encontraba próxima a un antiguo poyo hecho de adobe y ennegrecido por el humo.

-No tenga pena-, le respondí,
- si no es mucha molestia, dígame qué puedo preparar y yo me serviré- continué;
-faltaba más- me increpó y luego añadió
-Héctor me dijo cómo lo trataban allá en San Juan, en su casa y me suplicó que lo tratara igual a usté, como si fuera me hijo, así que déjese de cuentos  que yo le voy a servir-

Ante tanta firmeza, no tuve más remedio que aceptar y en cuestión de minutos me devoraba unos sabrosos huevos estrellados, acompañados de una maleta de frijoles fritos , mayonesa y tortillas recién  salidas del comal.

Sin embargo, no dejé de sentirme un poco incómodo, ya que todos habían suspendido la animada charla que tenían y me miraban con cierto atisbo de curiosidad. Al sentir su mirada sobre mí, erguí taimadamente la cabeza  e hice una mueca estúpida, pero que al final, sirvió para romper el hielo.

Fue el momento preciso para preguntar en dónde se encontraba René, cuyo primer nombre era Héctor, debo añadir, de allí la forma en que la mamá se había referido acerca de él. De la manera más natural me explicó que mi querido amigo se había ido a las cinco de la mañana para Poptún con el fin de arreglar la moto  y regresar lo más pronto posible, lo que a la postre significó  tres días.

Terminado el desayuno, el Tacua, que se había pasado todo el tiempo rasgando la guitarra, la colocó suavemente en un rincón, se acercó a mí y poniendo su brazo en mi hombro me condujo de nuevo a la sala.

Con voz perezosa me pidió que no me bañara todavía y haciendo unas señas extrañas se dirigió a su dormitorio. Pronto regresó trayendo una pelota de basket ball en sus manos y de una manera pícara me dijo:- Mi hermano me contó que jugás basket, así que vamos  a echarnos unos ventiunos y después nadamos un rato-.




No teniendo nada que perder, acepté de buena gana el trato, así que me puse deportivo y, en menos de lo que canta un gallo, nos encontramos el Tacua y yo jugando los primeros partidos en la cancha municipal que, gracias a Dios, estaba precisamente enfrente de la casa de René, de tal forma que únicamente debíamos atravesar la calle y... ¡listo!.

Pronto se nos fue la mañana y después de sudar a mares, darnos un buen baño en las frías aguas del lago y comernos unas manzanas que los sobrinos del Tacua nos habían llevado, de manera muy educada  pedí al hermano de René que me llevara a Santa Elena, a la agencia de Guatel y de esta forma poder comunicarme a mi casa.

Por fortuna, mi vieja se portó muy comprensiva y sólo me advirtió que respetara la casa donde, hospitalariamente, me habían acogido. Gracias a Dios, nunca he sido un cafre y , en ese sentido, la advertencia estaba de sobra.

Como la lancha la habíamos dejado a buen resguardo, tuvimos la oportunidad con el Tacua de recorrer la ciudad de Santa Elena, que se asemejaba a los pueblitos de la costa sur y la mayoría de sus calles eran planas y polvorientas.

Ya entrada la tarde, decidimos regresar a San Andrés y el Tacua, muy seguro de sí mismo, me dijo- bueno, hoy si te jodiste, te tenés que llevar la lancha y si nos perdés otra vez, te dejo en donde estemos y me regreso yo solo-.

Ante tal panorama, no tuve más remedio que tratar de orientarme y, guiándome como ya dije antes, por señales que nadie más que yo conocía, logramos llegar a San Andrés sanos y salvos. Debo admitir que esto me inspiró confianza y conforme pasó el tiempo me atreví a a navegar en solitario varias veces.


VI




Ya en el pueblo el Tacua me preguntó si quería acompañarlo a una reunión de un grupo juvenil, del cual él formaba parte, pero me negué, pues tiendo mucho a estar sin compañía y la gente me desespera. Lo acompañé, eso sí, hasta la Iglesia Parroquial donde nos despedimos. El tacua tomó por un caminito empedrado que rodeaba la Iglesia y yo me fuí para el parque.



Como ya expliqué antes, dicho parque era una escuadra rodeada de un muro, de cuyas paredes emergían unas pestañas de concreto que servían como bancas; en su parte lateral derecha colindaba con el salón comunal, al frente podía observarse el lago con toda su magnificencia y sobre el respaldo del muro se levantaba una malla de aire puro que protegía a quienes se sentaban allí, al sur se levantaba el palacio municipal y conformaban de esta manera todo  el viejo conjunto principal del pueblo.




Caminé despacio hacia la orilla para poder admirar en toda su plenitud aquel magnífico lago y, aferrado a los espacios abiertos del silencio, me quedé absorto con la mirada perdida en el horizonte, ¡qué paz sentía !.

Empezaba por aquellos tiempos a echar mis primeros pasos en los vicios, así que saqué un cigarrillo y lo encendí sin arrebatos, lo fumé con tantos deseos que no era posible distinguir si yo me fumaba el cigarrillo o éste me fumaba a mí; como sea, lo disfruté a más no poder.

Me encontraba tan ensimismado que no advertí que, en una de las esquinas, dos patojas me observaban con detenimiento; cuando me percaté les hice un pequeño saludo con la cabeza y continué en mi viaje astral sin mostrar la más mínima turbación, porque, a pesar de mi acentuada timidez, tampoco soy dado a darle a las cosas mayor importancia de la que tienen.

La curiosidad mató al gato. De repente y sin mostrar temor, las dos muchachas se  acercaron y sin pedir permiso se sentaron a mi lado...

Se llamaba Sara, era un poco mayor que yo en edad, pero tenía la candidez y la ternura propia de las mujeres de provincia y era dueña de un rostro sumamente hermoso y de un cuerpo excepcional. Como es costumbre en este tipo de encuentros, Sara quería saber todo de mí, de tal forma que accedí gustoso a relatarle los motivos de mi estadía en aquel lugar y el aplomo que ella había conservado hasta ese momento pareció quebrarse por un momento cuando hice referencia de René; su voz tembló y el rubor se enseñoreó de su casi perfecto cutis, sin embargo recobró la compostura inmediatamente y continuó con la charla como si nada hubiese pasado.

Sara se separó de nosotros un instante cuando alguien la llamó, ocasión que aprovechó su acompañante quien, después supe, era su prima, para decirme en voz baja-... es que René fue su novio, pero no le vayás a decir nada...-

Yo le sonreí y no acerté a comprender del todo dicha observación, por lo que no le dí mucha importancia.

Ella reía y gesticulaba más de la cuenta al hablar con la persona que anteriormente la había llamado y gracias a eso, pude apreciar y admirar mucho mejor la juvenil coquetería y  belleza de Sara y como dirían en mi pueblo, apenas la conocía y ya sentía que la quería.

El resto de la tarde se nos fue como agua entre los dedos y cuando nos dimos cuenta ya el Tacua se encontraba frente a nosotros echando tierra, como es habitual entre los adolescentes. Nos despedimos de Sara y su prima, no sin antes haber convenido con Sara en encontrarnos a las ocho y media de la noche en el mismo lugar.

Luego de una opípara cena, me arreglé lo más que pude y durante veinte minutos estuve observando nerviosamente el reloj que se empecinaba en no hacer correr el tiempo. Por fin, las agujas marcaron las ocho y veinticinco, informé a la mamá de René a donde iba y salí disparado hacia el parque.

Hablamos de tantas cosa, a veces sin decirnos nada. Ella jugueteaba con su pierna derecha haciendo círculos en el aire  y ocasionalmente apretaba sus brazos como si tuviera frío, a pesar del calor que hacía.

 Entre tanto yo la veía de reojo y con mis manos apoyadas sobre la banca me mecía hacia atrás y hacia adelante de manera cadenciosa.

Ahora el tiempo se ponía en mi contra y se disipaba rápidamente. De pronto ella volteó a verme y con voz dulce me pidió que la acompañara a su casa, la cual quedaba a la orilla de la vereda que rodeaba a la Iglesia...

Eran las nueve y treinta y cinco, ella no dijo nada, yo no dije nada.

Mis labios se posaron suavemente sobre los de ella, se rozaron como se roza un pétalo con las yemas de los dedos, luego se fundieron en un beso que me supo a gloria,. nuestros cuerpos se tocaron en tanto, con mis brazos, rodeé su talle.

Yo no dije nada, ella no dijo nada, sólo me miro tiernamente y con su mano acarició mi cabello, tomó después mis dedos y deslizó suavemente los suyos  en señal de despedida conforme atravesaba el umbral de la puerta.

Cuando llegué a la casa el Tacua me esperaba, guitarra en mano, para ir al muelle a terminar la noche.

VII

El tiempo empezó a pasar rápidamente. René regresó y eso hizo que conociera a mucha gente, muy especial por cierto y, como bien dicen, nadie es profeta en su propia tierra, pues a mí sólo me hizo falta la barba para empezar a predicar.




Así fue como me involucré en actos de teatro, jugué basket y fut, hasta quisieron que formara parte de la selección de baloncesto de Petén para los juegos departamentales que se realizarían al año siguiente; la hice de lanchero, de ayudante de lanchero y un sinfín de cosas más que se quedan en el tintero.

Veía seguido Sara e, incluso, me hice gran amigo de su hermano Moisés, con quien aprendí lo suficiente como para llegar a considerarme ya como parte integrante de aquella gran familia que era el pueblo de San Andrés.

Cupo la casualidad que, casi finalizando noviembre, en la última semana, se celebraba la feria patronal del pueblo y echaban la casa por la ventana, de eso no cabe duda.

Cada día se realizaba una fiesta en el salón comunal, la cual era amenizada por un conjunto musical  diferente, desfilaban por allí grupos beliceños, mexicanos y guatemaltecos como si nada. Incluso me dí el lujo de tocar el güiro en una de las tantas ocasiones en que asistí a los saraos. Debo acotar que no soy fiestero, pero en tales circunstancias y aprovechando que podía estar con Sara más tiempo de lo habitual, no hubo más remedio que hacerle ganas y entrarle a la bailada, ni más ni menos.

Por esos días, uno de mis hermanos mayores llegó también al pueblo, acompañado por dos amigos suyos de la facultad de Medicina de la USAC, quienes tuvieron la osadía de realizar toda la travesía desde Guatemala hasta San Andrés en una camionetilla Volkswagen y todavía ahora, no me explico cómo aguantó tal trajín.




Sucedió que una de esas noches se produjo una gran tragedia, ya que zozobró una lancha que traía visitantes de Flores, la cual, con el lago picado, de noche y, según refirieron los sobrevivientes, por la imprudencia de algunos pasajeros, dio vuelta provocando que algunas personas se ahogaran, de tal forma que esa noche mi hermano, sus amigos y un buen grupo de nosotros se dedicara a tratar de rescatar al mayor número posible de pasajeros.

Los festejos de la feria finalizaban el 30 de noviembre, el mero día de San Andrés y la fiesta, en esa ocasión, era la más importante y la de mayor boato. Esa noche, no pude bailar con Sara todo lo que hubiese querido, ya que, también por casualidad, me nombraron caballero de la Reina, quien, por azares del destino supongo, era la hermana menor de René y no tuve más remedio que apechugar con el título nobiliario hasta el final de la parranda.

No quisiera pasarla por ser un caradura o un gorrón, pero muchas de las actividades en las que participé fueron condicionadas por el hecho de que mis finanzas ya mermaban y la única forma de poder entrar gratis a las fiestas era siendo parte de alguna actividad, todo esto por el sano consejo de René, claro está y de su activa participación en el comité de dichos festejos.




Al día siguiente, uno de diciembre, René, el Tacua y yo debimos subirnos a la caminetilla en que viajan mi hermano y sus compinches y  así desvelados, medio de goma y cansados, emprendimos viaje hacia Tikal, cuando la gran ciudad maya todavía no emergía por competo de la selva y los caminos que llevaban a ella eran agrestes y de difícil tránsito. 




Luego de muchas peripecias y continuas paradas para conocer la región, llegamos a Tkal casi a las cinco de la tarde, sin embargo, fue un viaje inolvidable y contimás que tuvimos la suerte de dormir adentro del parque, eso sí, adentro de la camionetilla, cerrada a cal y canto, por aquello de los mininos y serpientes que merodean por el lugar, aún hoy en día.




Pasados tres días de aventura, regresamos a San Andrés, aunque nada más a cambiarnos y emprender de nuevo otro viaje hacia una aguada, donde conoceríamos los secretos de la selva virgen y hasta tuvimos la oportunidad de aprender a chiclear y develar algunos de los secretos de la preparación del chicle.

Cuando, por fin, nos devolvimos al pueblo, me llevé la gran sorpresa de que René continuaría el recorrido de mi hermano y sus achichincles, quienes planeaban retornar a la ciudad de Guatemala en el lapso más corto posible, entiéndase, ese mismo día conforme el sol fuera cayendo.

Por enésima vez, el Tacua y yo nos quedábamos solos, aunque a esas alturas del partido, en realidad ya no me importaba mucho. Lo que me mantenía estaba en el pueblo y con eso bastaba y sobraba para ser feliz.

Diciembre tiro la polilla despacito, muy despacito y las vísperas de Navidad llegaron, entonces, fiel a mi costumbre de pasar las fiestas con mi familia, decidí viajar el veintidós de diciembre rumbo a Guatemala.




Como es lógico suponer, procuré estar al lado de Sara la mayor cantidad de tiempo posible, tanto el veintiuno como al día siguiente, cuando a las ocho de la noche me embarqué en la lancha de aluminio y varios de mis amigos me fueron a dejar  a la terminal de buses, pues mi bus partía a las nueve en punto de la noche.

VIII

En cuanto pasaron las fiestas emprendí el retorno San Andrés, esta vez solo ya que René andaba encampanado y no quiso regresar.

En adelante, el transcurrir de los días se hacía mi mayor enemigo, pero no me afané por eso. Disfruté cada minuto, cada segundo que estuve junto a Sara, quien en realidad fue mi primera novia, en el sentido estricto de la palabra.

Llegó febrero y un sábado cualquiera recibí un telefonograma para que me presentara a la agencia de Guatel a las dos de la tarde. Me apersoné a la hora indicada y en pocos minutos recibí una llamada de mi casa avisándome que debía tomar las de Villadiego porque las clases en la U ya habían comenzado y en la semana siguiente se realizaban los primeros exámenes parciales.

Eso significaba que la hora del adiós estaba próxima y con mucha tristeza fui a reservar un asiento en el  bus que me alejaría de la felicidad que viví en ese pueblito tan alejado, pero siempre cálido y hospitalario.

Las casas del pueblo parecían ahora fantasmas que se disolvían en una bruma alumbrada por farolillos amarillos y tenues. Sara estaba callada y de vez en cuando me lanzaba una mirada de reojo, mientras se aferraba a mí fuertemente. El Tacua y los otros  se metieron a la lancha y fingían ver hacia otras partes procurando no interrumpir la despedida...




Un beso largo y tierno selló aquella separación y la promesa de volvernos a ver revoloteaba en nuestros labios, sin embargo el destino tendría otros planes y la vida alejaría los caminos imberbes de ambos.

La lancha giró suavemente, Sara se convertía en una sombra y nuestras manos se cansaron de decir adiós, entonces el Tacua empezó a cantar en voz baja - Reloj no marques las horas, porque voy a enloquecer...-, su cara exhibía la misma sonrisa que Rene hacía cuando planeaba algo y en segundos todos los que íbamos en la lancha cantábamos a voz en cuello la triste canción de Roberto Cantoral...

Durante un año Sara y yo nos escribíamos regularmente y tuve la ocasión de regresar durante las vacaciones de fin de año por un período corto. Para mi mala fortuna, este último encuentro marcaría el rumbo de nuestras vidas. Sara pretendía una relación más fuerte y yo no quería comprometerme a nada hasta finalizar mis estudios.

Era evidente que mi posición molestaba a Sara, aunque no me lo dijo. Cuando regresé a Guatemala, la despedida fue fría de su parte, aunque pude ver el llanto anegado en sus avellanados ojos.

Nuestras manos se deslizaron una sobre la otra por última vez y esa fue también la última vez que escuché un - Te amo- que me pareció sincero y verdadero.

Las cartas dejaron de fluir y un día no supe más de ella, hasta que, pasado el tiempo, me encontré al Tacua por casualidad y me contó  que Sara y su familia se habían trasladado a Melchor de Mencos, en la frontera con Belice.

A partir de ese instante nunca más su nombre, su sonrisa, sus labios, su mirar, su cuerpo y sus sueños volvieron a cruzarse en mi camino, nada más lo hace su recuerdo, ese recuerdo del primer amor que no muere y se va con nosotros hasta la tumba.

El Tacua se vino para Chimaltenango para empezar su carrera en el magisterio y creo que posteriormente ingresó a la facultad de Medicina.

René fue asesinado vilmente, en tiempos de Vinicio Cerezo, al intentar defender a su suegro en un atentado en contra de aquél, me imagino por cuestiones políticas, pero su amistad aún perdura en mí y le agradezco haberme hecho partícipe de ella...

Hace poco tiempo volví a San Andrés, pero ya no era el mismo, sus calles estaban vacías y sus casas silenciosas. Subí al parque y de la misma manera que el día que conocí a Sara, me trague el lago con los ojos. Pregunté por don Andrés y su familia, que  para ese entonces todavía estaba vivo y  había emigrado hacia las afueras del pueblo. 




Durante una hora los recuerdos y los sentimientos se me desbordaron y, finalmente, una lágrima mía se mezcló con el agua turquesa del lago Petén Itzá... 

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