miércoles, 3 de noviembre de 2010

LOS ATAUDES URBANOS- PRIMERA PARTE




Dentro de los muchos males que aquejan a nuestra querida ciudad capital, sin duda el transporte urbano se lleva la medalla de oro, ya que en él se juntan por lo menos cuatro o cinco jinetes apocalípticos que nos traen en puro rodeo a los capitalinos.

Y este problema no es nuevo, desde los setentas cuando los paupérrimos autobuseros quisieron subir de cinco a diez centavos el valor del pasaje, empezaron las primeras escaramuzas entre las fuerzas del orden que protegían a los buses y el humilde pueblo que llenaba los sanitarios del parque Centenario después de recibir cientos de bombas lacrimógenas. Se inició de este modo el deporte olímpico guatemalteco no reconocido por el COI y que derivó en varias ramas, por ejemplo, el salto alto para echarle gasolina al bus e incendiarlo, carrera de trecientos metros con llantas humeantes y transeúntes sopapeados y lucha grecorromana contra el Pelotón Anti Motines. Lastimosamente, como ya lo mencioné antes, las infiltraciones de maras promovidas por los demócrata cristianos hicieron que estas actividades netamente populares empezaran a degenerar en hechos ultra violentos y en saqueos.

Este pisa y corre entre autoridades, dueños de buses y el populacho se mantendría hasta la época en que el Conejo Berger fungió como alcalde de la ciudad. De repente, los cambios de estrategia de los señores autobuseros fueron haciendo que ellos obtuvieran sus incentivos económicos a fuerza de darle atole con el dedo a la población.

Por otro lado y, me parece, como consecuencia de la firma de los Acuerdos de Paz, los ánimos del pueblo fueron decayendo paulatinamente conforme tuvieron que enfrentarse a un enemigo más temible que el Ejército o la Guerrilla: La delincuencia común y el crimen organizado.

Pero, lo miremos de dónde lo miremos, este asuntito del servicio de transporte urbano es sumamente complejo para todas las partes en disputa, aunque es el ciudadano común y, mucho más, corriente el que lleva la pior parte.

Yo sigo creyendo que el rescate de los mineros en Chile fue un acto heroico, para mi mala fortuna ese tipo de heroísmo hace que no tenga palabras para llamar a nuestros usuarios del transporte colectivo en Guatemala, ¿Héroes?, ¡naaaa!... tal vez los podría llamar mártires, aunque no creo que al final uno alcance la santidad teniendo que lidiar con estos cafres que son los pilotos, los brochas y los de arriba.





El calvario empieza muy de mañana con la caminada a la parada de buses, con las manos en los bolsillos y tiritando de miedo, vamos volteando la cabeza para todos lados en espera de que los amigos de lo ajeno se nos pongan enfrente con muy malas intenciones y para cuando llegamos a la parda llevamos una tortícolis de película. Luego viene la segunda caída, esperar el bus y para ésto transcurre media hora, pero el bus no viene; pasan de todas las rutas habidas y por haber, el nuestro... nanay. De repente logramos divisar uno y corremos apresuradamente a encontrarlo, lastimosamente no nos damos cuenta que otros cien desesperanzados también lo hacen y cuando el bus se detiene, prácticamente llegamos cargados hasta la puerta de entrada.
¡Inútil esfuerzo!, el bus viene hasta las jachas y no cabe ni una pulga; el chofer voltea a ver y con una sonrisa cínica empieza a acelerar dejándonos con un palmo de narices.

Transcurrida una hora y media logramos por fin abordar una unidad y nos vamos colgando de la puerta, apenas asidos a un hierro suelto o al tubo del retrovisor .

El tráfico ya es infernal y el bus va a vuelta de rueda; el piloto decide poner entonces la radio a todo volumen y empezamos a escuchar, aún en contra de nuestra voluntad, las más estruendosas melodías de rap, hip hop y cuanto ritmo salvaje se haya inventado, para luego tener que soportar los más pésimos anuncios que cualquiera se pueda imaginar.

A medio camino el bus se ha desahogado un poco y logramos adentrarnos en él, más de la mitad de los pasajeros son trabajadores de maquilas y se bajan por tanates cada cierto tiempo. Conforme el bus se vacía viene la tercera angustia, no sabemos en qué momento y quiénes dispondrán gritar -¡Esto es un asalto!- y uno a uno nos quitarán los pocos lenes que llevamos y de pilón el celular, si usamos.

Claro está que llegamos al trabajo pisoteados, con la ropa hecha jirones, despeinados, basculeados y con los nervios de punta porque otra vez marcaremos diez minutos después de la hora de entrada y son billetes menos a fin de mes.

Por la tarde, el calvario se repite; sólo que ahora debemos pagar más por el pasaje y nada de chistar cuando tres o cuatro mareros convertidos en brochas se paran para exigir el Quetzal extra. De repente el bus empieza una alocada carrera, rebasando y casi colisionando con otros vehículos, dobla en la esquina, sigue recto, cruza otra vez, frena, acelera, rechina las llantas y adentro del bus los pasajeros pareciera que van haciendo la ola o bailando algún ritmo desconocido. La razón de tanto desaguisado es que el chofer logró divisar otro bus de su misma ruta y empieza a pelear pasaje; algo que nunca he entendido porque en su desenfrenada carrera no le para absolutamente a nadie.

Mientras tanto, los brochas sobijean a todas las patojas bonitas, le sacan la madre a los brochas de otros buses, se bajan a comprar agua pura a cualquier tienda y se tardan una eternidad para hacerlo; por supuesto que el señor piloto los espera estacionado a media calle y con la trompa del bus también a mitad de camino ya que se estaba pasando el semáforo en rojo cuando sintió sed.

En realidad, no sé qué es peor, si ir parado soportando los vaivenes de la navegación a control remoto, o el ir sentado en esas caricaturas de sillones, con asientos de madera, que se zafan cada vez que el chofer frena y nos damos de boca con el agarramanos.

Pero la cosa no termina aquí. Cada cuadra se sube un vendedor distinto; el de por acá vende lapiceros mágicos que sólo pintan cuando ellos los muestran y al llegar a casa no hay poder de Dios que haga expulsar una gota de tinta; el de más allá vende cuatro dulces por un Quetzal; el de acuyá le vende un juego completo para zurcir que en la tienda o cualquier almacén de prestigio le cuesta veinte Quetzales, pero no... usted no va a pagar ni veinte, ni quince, ni diez Quetzales, él fue comisionado para venderles únicamente por esta vez el fabuloso producto por la mínima cantidad de cinco-¡CINCO!- Quetzales.

Ya medio a pichinga de tanto vendedor y cuando usted cree que va a poder echarse un pestañazo, aborda el bus uno de tantos ex convictos que honradamente se le acerca para que usted le dé una choca por lo menos, so pena de que si no lo hace, la próxima vez se va a subir con verduguillo en mano y ya verá la que se arma.

Y finalmente, un triste, adolorido e impotente ser humano que ya mató a toda la familia y hoy por hoy tiene cinco clases diferentes de cáncer y otras cuatro enfermedades incurables, que no puede trabajar y, para colmo de males, le recetaron treinta medicamentos a cuales más extraños, que no los venden aquí, sino sólo en Miami y pues, necesita hacer el ajuste para el pasaje y poder  pagarle  al coyote.

Aturdido y cansado, usted no se percata que el bus, que decía San Juan, se fue por el Naranjo, o si le gritaba el brocha ¡PETAPA...PETAPA!, se desvía por la Atanacio, o si iba a la zona 9, la pare en Vista hermosa. No hay más remedio que bajarse del bus diez cuadras adelante, pues don piloto no le escuchó cuando usted gritaba a todo pulmón ¡PARADA,PARADA,PARADAAAA! somatando el techo del destartalado armatoste y sacándole a toda la parentela. Con el hígado a punto de explotarle y luego de media hora de pleito, los zánganos aceptan devolverle aunque sea un Quetzal de los dos que pagó al inicio porque, arguyen, lo llevaron a pasear.

Del regreso, mejor ni hablo, no vaya a ser que me de un surmenage...

 ¡Hijuela... creo que me pasé de la parada!

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